Secretos del corazón

Lo primero es la negación. Uno se da cuenta de que ese dolor, que no es muy intenso aunque distinto a cualquier otro, está indicando que algo extraño está pasando dentro de uno. Sin embargo, la desconfianza en la propia percepción actúa como una barrera. No es para tanto, para qué voy a llamar la atención pidiendo al guardavidas de la piscina que llame a emergencia. Después de un par de semanas sin ir a nadar, nadé sin problema unas treinta piscinas y unas brazadas de espalda me dieron la primera señal. Un compañero que me vio en el borde por segunda vez me dijo “demasiado descanso”. Recurrí al estilo pecho, más liviano y lento para cruzar a la otra punta. Salí del agua, bajé la escalera y en el vestuario mi cuerpo me daba señales desconocidas, no era mareo ni dolor intenso, una especie de cansancio y desasosiego. Cargué la mochila dudando si caminar hasta casa o pedir a los administrativos que llamaran a una emergencia. En el fondo sabía, pero me negaba a admitir que justo a mí me estuviera pasando. Me acordé de Casciari y su infarto relatado, lo mío no era tan evidente ¿o sí?. Otra vez ganó la negación y el orgullo y emprendí las ocho cuadras que me resultaron casi intransitables, especialmente las tres últimas, ya era tarde para volver atrás. Pensé que Renée no iba a estar en casa, llego y se me va a pasar. Ganas urgentes de ir al baño. Anuncio, me siento mal, voy al baño. Dejame recostarme en el sillón, ya se me va a pasar; no, vamos al Casmu; no, esperá un poco, se me está pasando; no, no, vamos. Otra vez la negación, no llevo ni cepillo de dientes, ni cargador de teléfono, ni ninguna previsión para lo inevitable. Media hora de espera después del triage, tan grave no es, no me harían esperar. Médica joven y muy simpática, electrocardiograma, placa de pulmón, todo en orden. Dice Renée: aviso que no vamos a poder ir a buscar a los chiquilines; no, le borro el mensaje, cómo no vamos a llegar a las cinco si recién es mediodía, ya nos vamos, negación, negación...

Te van a sacar sangre, pasá por enfermería. Me ponen una vía, mala señal, podrían haber usado una jeringa normal. Análisis de troponinas, ni idea de que existían estas chicas, también en orden, pero hay que repetirlo en unas horas, así que te quedás. ¿Es necesario? Esto no es una cárcel, pero hay que asegurarse. Pienso ¿todo esto por un dolor que ni siquiera sé si fue tan dolor? Si no fuera por la vía que me pusieron en el brazo me iba. Estás loco, se me empieza a derrumbar la negación. Box 10, el mismo en el que estuvo Renée con su dolor de ciática la semana pasada. Otra vez contemplar el tránsito de limpiadoras, enfermeras, licenciadas, médicas. En ese orden de jerarquías, uso el genérico femenino para respetar las mayorías. Algunos cubanos entreverados en todos los niveles. Orden en el desorden, protocolos, horarios, reclamos, rutinas, comidas, controles. La palabra paciente asume su segundo significado, hay que esperar recostado en una camilla con una silla para el acompañante en un pequeño espacio. Las troponinas comienzan a aumentar en los siguientes análisis; si dieran bien ¿me enojaría por el tiempo que me hicieron perder? El asunto es que parece que la médica tenía razón en mandarme guardar...

Estar mal, sentirse bien. Una de las cuestiones más perturbadoras de una crisis como la que tuve es que, salvo durante el evento en la piscina y hasta un par de horas después, siempre me sentí bien. No tenía ningún tipo de dolor ni malestar. La conciencia de que el problema es potencialmente grave te coloca en un lugar extraño, filosóficamente movilizador, pero que no tiene una correspondencia con la sensación física. Uno debería estar agitado, tener problemas para respirar, sentirse mareado, tener miedo de pararse o caminar; sin embargo, nada de esto ocurre, en la espera en emergencia, me levanto para ir al baño, camino por el poco espacio que tengo, me paro, me siento, me recuesto, leo, converso, como con apetito lo que me traen (todavía no adquirí el derecho de paciente alimentable, me tengo que arreglar). Todo lo bueno se termina, el nurse cubano me ve deambulando y me dice “le voy a pedir que no se levante más”. Ya es de noche y están a punto de firmar mi sentencia, las troponinas hablaron... Aparece la cardióloga con la sentencia: cateterismo, te van a trasladar. Es una muchacha flaca, muy joven con unos lentes demasiado grandes para su rostro que habla sin afectación alguna, evitando las eses finales, más que una cardióloga parece una empleada de panadería, pero me da confianza. Desde el momento en que llegan los camilleros, me convierto en un inválido, ya no me puedo bajar y quedo enchufado a un monitor. Un médico, una enfermera y un camillero. La enfermera está contenta porque se sacó una foto con un actor chileno que andaba por ahí en una filmación; el médico, dicharachero, uruguayo que estudió medicina en Cuba, reconoce la Diaria que llevo sobre mis cuerpo y al enterarse de que había sido profesor de literatura, empezó a hablar de su experiencia de lector, cultivada en La Habana donde los libros se compraban por poca plata.

La abolición de la intimidad. Al llegar a la Unidad Cardiológica me entero de que es una especie de CTI, paso de la camilla a la cama y sacate la ropa, te vamos a dar un ponchito, podés quedarte con el calzoncillo. Tres electrodos en mi pecho conectados a un monitor dejan a la vista mis movimientos internos. Desde que uno pasa las puertas de la emergencia queda sometido a las rondas de las enfermeras, te vamos a controlar: presión, temperatura, ¿movilizaste? ¿orinaste?

Dependiendo del nivel de autonomía de cada paciente, esta intromisión oscila entre la simple pregunta a la intervención directa: violines, chatas, pañales, limpieza. En mi caso, bastó con el violín manejado por mí mismo. En uno de los pocos momentos en que estaba acompañado, Renée lo vació y la enfermera protestó porque había que registrar las cantidades, no te preocupes, le digo, fueron 250 y 450 ml. Inventé los números aproximados y ella tranquilizó su celo profesional.

Primera noche en calma. La habitación tiene otra cama que está vacía, no pude ver cómo era el entorno, si precisás algo nos llamás, ¿cómo?, gritás “enfermera” o saludás a la cámara que está ahí, te estamos viendo. Hora de descubrir que formo parte del panóptico, me vigilan, me protegen. Un pequeño postre a medianoche y a las cinco te damos un té, después ayuno hasta la hora de bajar al quirófano.

Nueve de la mañana, hace menos de 24 horas que me sentí mal en la piscina y ya soy pasajero en una camilla que se mueva ágilmente por pasillos y ascensores. El camillero la domina con pericia y audacia. Me acompaña un médico veterano, presumo que lo hace porque conoce a mi hermano anestesiólogo, no debería, pero ser “pariente de” cuenta. Ya en el INCC escucho comentarios sobre mi apellido. Preguntas, formularios de consentimiento informado, electrodos y presión arterial, minutos de espera antes de entrar al quirófano.

Uno ya está entregado, de la camilla móvil a una rodeada de aparatos, la cirujana que se va disfrazando con sucesivas capas de trapos, lentes, guantes y gorro y su ayudante con quien habla en una jerga esotérica. Estiro el brazo derecho y lo desinfectan sin escamotear ni preocuparse por que chorree al piso. Mi postura horizontal limita mi ángulo visual. Mi brazo queda ahora paralelo al cuerpo, sobre una canaleta de plástico, un especie de lámpara cubierta de trapos se coloca a treinta centímetro de mi pecho, un monitor con mi nombre espera señales, una pantalla de acrílico protege a los cirujanos de la radiación (ahora son dos, se nota que el que llega cuando ya está todo pronto es el jefe). Un pinchazo de anestesia en la muñeca y el catéter se interna imperceptiblemente hacia el centro de mi cuerpo. La pantalla comienza a mostrar imágenes de arterias que laten. Siento calor, es normal, me dicen, te estamos inyectando medicación. Paran. Me muestran el monitor. Esta arteria está tapada, ¿la ves? Un río en un mapa con un angostamiento, como para cruzarlo a pie. “Se puede arreglar con angioplastia ahora mismo ¿lo hacemos?” No me quedan muchas opciones de respuesta. La médica a la ayudante: “llamá a alguien que le avise al familiar”. Solo escucho que se abre la puerta y dicen un par de letras, lenguaje cifrado. Comienzan de nuevo, no siento nada. Me vuelven a mostrar la arteria en el monitor, ahora sin la obstrucción. Se desarma la escena del crimen, vuelvo a la camilla móvil con un vendaje en la muñeca. Hace 24 horas sentí dolor en la piscina, ya estoy reparado con un resorte insertado en mi arteria coronaria.

Cuando vuelvo a la habitación en la unidad cardiológica ya hay otro paciente en la cama vecina, nos separa una cortina. Está mucho peor que yo, respira y habla mal, requiere asistencia para todo.

Yo me siento bien y ya me dejan levantarme, por suerte los cables que tengo pegados al pecho son largos y puedo ir al baño sin ayuda. Llega la noche, intento descansar, el vecino se queja y se queja. Cada tanto viene un enfermero y lo tranquiliza, le dan algo, pero sigue. Pasan las horas y casi no puedo dormir hasta que llega una cuadrilla, prende todas las luces y durante una hora se ocupan de él. Definitivamente descarto la idea de dormir. ¿Por qué no pedí que me cambiaran? Uno confía en que van a hacer lo que puedan sin que se los pida. Lo hago cuando llega la mañana y termino compartiendo la pieza con una veterana que no parece muy conforme con mi presencia. La televisión está de mi lado y está encendida, ella tiene el control, aquí vale el derecho de piso. Yo creo que ni la mira. Un día más y paso a sala común en el cuarto piso del viejo Impasa.

Amanece con lluvia en Montevideo, cada tanto un trueno rompe el silencio dominguero. Una luminosidad esfumada abriga la vista desde las ventanas del sanatorio. Recorro los pasillos demasiado y engañosamente iluminados y voy hasta el extremo donde algunos ventanales ofrecen panoramas de los techos de la ciudad: la punta de la torre de Antel, el Gran Parque Central; hacia el otro lado asoma el sol en una pequeña grieta del cielo nublado. La luz interior refleja en los vidrios y obliga a pegarse a ellos para ver bien hacia afuera. Las habitaciones están casi en silencio, enfermeros y enfermeros en sus cubículos en conversaciones tranquilas. Empiezan a correr los carros metálicos que reponen las jarras de agua. Hoy es el día en que espero volver a casa, estoy fuera desde el miércoles pasado y todo pasó muy rápido. Mi corazón avisó y todos los sistemas de diagnóstico y tratamiento funcionaron como debían. Ahora estoy con las arterias reparadas y una parte del músculo cardíaco medio atontada pero en vías de recuperación. ¿Soy la excepción que confirma la regla? Hago ejercicio, como sano, no tengo sobrepeso, mis niveles de colesterol están dentro del rango y sin embargo, pasó lo que pasó. Un amigo me dice, miralo al revés, si no hicieras la vida que hacés, hubiera sido mucho más grave. Un infarto (o pre, como se llame) te convierte en un fenómeno popular. Los que se enteraron llaman y preguntan y, al volver al mundo social, me obligan a repetir la historia una y otra vez ¿o será que contarlo forma parte de la curación? Por eso lo escribo ahora, para terminar con el asunto.


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