¿Ejército de reserva o gente descartable?
Es un concepto clásico que viene de la tradición marxista: en un sistema capitalista la desocupación no es una anomalía sino una necesidad. El llamado “ejército de reserva” es un porcentaje de trabajadores que permanece sin acceder a empleos remunerados y de ese modo permite a las empresas disponer de mano de obra en caso de mayor demanda y, al mismo tiempo, mantener los salarios en los niveles más bajos posibles. Los trabajadores empleados sienten la amenaza implícita de la desocupación y se ven obligados a aceptar empleos de menor calidad, informales y/o de baja remuneración. Muchas veces se plantea el dilema entre mejorar salarios o reducir la desocupación, trasladando al campo de los trabajadores (ocupados y no ocupados) la responsabilidad por su propia suerte.
Los cambios tecnológicos de las últimas décadas tienen consecuencias sobre el llamado “mercado de trabajo”. Muchas industrias y empresas comerciales pueden desarrollar sus actividades productivas con muchos menos trabajadores y, como consecuencia, muchas personas cuyas habilidades adquiridas “pasan de moda” deben reinventarse o resignarse a quedar fuera del mundo del trabajo remunerado. Es cierto que otros sectores, tecnologías de la información, por ejemplo, demandan otro tipo de mano de obra, pero en general no son los mismos que se descartan de otras ramas. También es cierto que algunos cambios en las condiciones demográficas como el aumento en la expectativa de vida, por ejemplo, requieren de mayor cantidad de trabajadores en el sector de los cuidados. La velocidad de los cambios dificulta la adaptación de las personas y todo parece indicar que la máquina productiva global ya está funcionando con menos trabajadores.
Cabe preguntarse cómo es que la tecnología aumentó tanto la productividad pero las jornadas de trabajo siguen estancadas en ocho horas o más en la mayoría de los casos. Parece obvio que ese aumento de la rentabilidad solo favorece a algunos y no a la sociedad en su conjunto que paga con jornadas largas de trabajo (a veces con buenos salarios y otras con muy menguados) o con el descarte de trabajadores que dejan de serlo y se convierten en superpoblación sobrante.
La expresión “mercado de trabajo” nos está indicando que una actividad intrínseca del ser humano, su actividad para conseguir lo que necesita para la supervivencia y felicidad, se convierte, en la sociedad capitalista, en un objeto de compra y venta. Los dueños del capital son quienes manejan los hilos de cuántos trabajadores se necesitan aunque los economistas nos quieran convencer de que se trata de una dinámica que responde a fuerzas automáticas como si fuera parte de la naturaleza. La compra y venta de fuerza de trabajo por parte de capitalistas y trabajadores, respectivamente, constituye un mecanismo esencial intrínseco de este sistema económico. Sin embargo, este “mercado” deja fuera muchas tareas que los seres humanos desarrollamos por fuera de la transacción comercial. El caso más paradigmático, aunque no el único, son las tareas domésticas y de cuidados que se realizan dentro del hogar y que fueron atribuidas tradicionalmente a las mujeres. Siempre se dijo que el sistema productivo se aprovechaba “gratis” de estas tareas que son las que permiten la reproducción de la fuerza de trabajo.
Se supone que en el capitalismo todos somos propietarios de algo, por muy pobres que parezcamos. Hay quienes solo son propietarios de su fuerza de trabajo y es lo que pueden vender para mantenerse a sí mismos y a su familia. Esta idea, tradicional en el marxismo, comienza a temblar cuando nos enfrentamos a la realidad actual de un mundo laboral que puede prescindir de gran cantidad de personas que ya no funcionan ni como trabajadores ni como “ejército de reserva”. Resulta difícil de concebir la idea de una sociedad en la que una parte de sus integrantes no cumplen ninguna función. No solo es un problema económico, sino un atentado contra la dignidad de las personas a quienes se priva de una condición esencial como humanos, su capacidad de trabajar para conseguir su sustento. En sociedades como la nuestra, la expresión más extrema son las personas en situación de calle, pero el asunto no se agota allí. Hay muchas personas que pueden sobrevivir gracias al respaldo familiar, rentas heredadas o apoyo estatal, pero que están privados de su lugar en la dinámica económica. En muchos casos, la situación se enmascara detrás de patologías psiquiátricas o causales circunstanciales. Pero lo cierto es que pasan por la vida con poco que hacer y son mirados por los demás como parásitos. Esto que ocurre a nivel local, también pasa a nivel internacional. Poblaciones enteras son subsidiadas por la ayuda internacional, simplemente porque no tienen un lugar para ocupar en la maquinaria productiva. La conversión en poblaciones mendigas las convierte en objeto de desprecio y discriminación. Otras poblaciones son sencillamente olvidadas o son víctimas de guerras y matanzas. Algunas economías informales de baja rentabilidad (como la minería ilegal en África o en América) son aprovechadas por sectores capitalistas para extraer una ganancia a costa de la miseria de esas poblaciones que no tienen otras opciones de supervivencia.
La pregunta es si el sistema capitalista es capaz de encontrar una solución a un problema que se va a agravar si los pronósticos sobre el cambio climático se cumplen. Todo parece indicar que la dinámica del crecimiento y de la persecución del aumento del capital son los únicos motores y que nada mágico ocurrirá para que el trabajo y la riqueza se repartan mejor. Cuál es la otra alternativa no es fácil decirlo. Las corrientes ecosocialistas apuestan a un cambio mediante una transición a un sistema socialista que sea capaz de cumplir esa tarea. Es tentador pero difícil de imaginar cómo podría ocurrir.
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