Algo huele

(Texto escrito hace como diez años)

Un veterano conocido (era veterano cuando yo era joven) se jactaba de ser un hombre más evolucionado que el resto porque era pelado y no tenía olfato. En ese sentido, decía, avanzaba la humanidad, perdiendo el pelo y el nasal sentido. No sé si tendría razón pero es evidente que el ser humano ha cambiado su sensibilidad hacia los olores y seguramente ha achicado su dependencia de este sentido para la supervivencia. Basta leer el comienzo de la novela El Perfume para imaginar un entorno aromático totalmente distinto del actual, lleno de desodorantes, perfumadores, gente bañada a diario, alimentos que se envasan y se guardan en heladeras. Cualquiera de nosotros (occidental del siglo XXI) que viajara en el tiempo hacia épocas no demasiado remotas se sentiría aturdido por aromas, olores y hedores intensos y desagradables para nuestra sensibilidad. Tanto hemos abandonado la dependencia del olfato que éste se puede perder casi sin darse cuenta. 

La nariz ha sido y es un órgano conflictivo en mi vida. Los pólipos nasales me acompañan desde hace muchos años y renacen después de cada operación quirúrgica. Hace muchos años, después de un período de obstrucción nasal aguda recibí unas dosis inyectables de cortisona. Pocos días después, un sábado, mis hijos eran muy pequeños, estaba cocinando unas hamburguesas que entre otros ingredientes tenían ajo y perejil. Algo me llamó la atención y me di cuenta de que estaba recibiendo aromas culinarios que hacía mucho que no sentía. Había perdido el olfato y la cortisona me lo devolvía temporalmente. Así he vivido los últimos años, largos períodos sin olfato y pequeños oasis olfativos. Hace un par de meses volví a pasar por el quirófano y, a diferencia de otras ocasiones, el olfato retornó. Comencé a sentir olores en el baño, en la cocina, a saborear de otra manera las comidas. 

Trato de imaginarme un ciego temporal que recobra la visión y se siente deslumbrado por la luz y los colores intensos o un sordo que se coloca audífonos y no comprende cómo los demás pueden vivir en ese barullo. Hace unos días bajamos, como siempre, a la playa para nuestra caminata diaria y a medida que nos acercábamos le dije a mi mujer, “¡qué olor a mar! ¿siempre es asi?” “Sí, más o menos, quizás no tan fuerte”. Cuando nos acercamos a la orilla descubrimos por qué el olor era mayor que el habitual, no era suave olor a mar sino un fuerte olor a pescado podrido, miles de lachas muertas yacían en la arena para recordarme que el mundo también es olfativo. 

Cuando uno es niño es especialmente sensible a los olores en las casas. No reconoce el de la casa de uno, pero inmediatamente distingue desagradablemente el de una casa mal ventilada con olor a guiso; el olor de la leche hervida  La habitación de mi abuela paterna tenía durante el invierno un característico olor a estufa de querosén que no he vuelto a sentir pero que reconocería inmediatamente. 

Lo cierto es que, a diferencia del oído o la vista, el olfato es un sentido casi suntuario; se puede vivir sin él, pero uno se pierde muchos matices de la vida cotidiana. También es un sentido rebelde que es necesario domar, basta mirar diez minutos de publicidad o dar un paseíto por las góndolas de un supermercado, da la impresión de que los contemporáneos sentimos horror por los “malos olores” y somos capaces de sustituirlos por las más aberrantes esencias para ignorar su existencia. Es nuestro mensaje a la naturaleza para que no se nos confunda con ella: “olés a chivo, a perro, a mono…” Dejamos entrar sí en nuestras vidas aquellos que consideramos dignos y que disfrazamos con nombres poéticos: “brisas de algodón, heno de Pravia, violetas silvestres”, etc.; en lo posible, en francés, lengua oficial del bien oler. 

Los humanos somos animales y formamos parte de la naturaleza, pero, poco a poco, nos hemos ido sintiendo diferentes, superiores, hasta el punto de que pasamos de ser condicionados por el ambiente a condicionarlo nosotros. En esa pretensión de diferenciarnos sembramos una capa de cemento entre el suelo y nuestro hábitat, creamos una capa luminosa que nos impide ver las estrellas y aromatizamos el aire para que la naturaleza salvaje no se entrometa en nuestras pituitarias.

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