LA CHIMENEA DE MI ABUELO

 LA CHIMENEA DE MI ABUELO

Mi abuelo paterno nació en Alejandría en 1867. Ingeniero de profesión y alemán de nacionalidad, recaló en Montevideo donde fue contratado para dirigir las obras del túnel de saneamiento de la calle Rondeau. Al final de ese túnel, en la Rambla Sur, había una chimenea de ventilación que fue demolida cuando toda la red se conectó al colector subacuático de Punta Carretas. De niño, muchas veces pasaba por allí con mi padre e invariablemente se repetía el siguiente diálogo:

-Esa chimenea la hizo tu abuelo.

-¿Él puso los ladrillos?

-No, hizo los planos, dirigió la obra. 

-Ah, entonces no la hizo.

Desde aquel ancestral “vayan ustedes a cazar que nosotras nos quedamos cuidando el huerto con los gurises” pronunciado quizás por muchas mujeres en quién sabe qué idioma, hace más de 10.000 años hasta la hiperespecialización actual, ha pasado mucha agua bajo los puentes y por los lugares donde miles de años después hubo puentes. 

La división del trabajo tiene muchas caras, una de ellas es la separación entre trabajo intelectual y trabajo manual. División sencilla de aplicar en casos como el de mi abuelo que con sus cálculos y planos dirige el trabajo de otros que ponen su cuerpo en movimiento para levantar la chimenea o hacer el túnel, aunque sus planos y dibujos revelan unas manos muy hábiles y prolijas. Bastante más complicada de entender en muchos otros campos: una neurocirujana o un odontólogo ¿son trabajadores manuales o intelectuales? En su caso parece que la integración mano/cerebro debiera funcionar bastante bien. Un artista plástico o un músico, ¿qué son? Tendemos a pensar, no sin razón, que el trabajo intelectual tiene más prestigio y recompensa económica que el manual, pero todo tiene sus matices: los docentes, intelectuales por naturaleza, mal pagados y desprestigiados; los jugadores de fútbol de elite, las estrellas de Hollywood, muy bien recompensados y con tanto reconocimiento que ni siquiera pueden caminar tranquilamente por la calle. En la cultura hispánica, el trabajo manual estaba visto con ojos despectivos; Don Quijote era pobre pero tenía “un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera”, Manrique revela claramente la división “los que viven por sus manos y los ricos”. Viajando por ciudad Ho Chi Min en Vietnam le preguntamos a la guía porqué todo el mundo llevaba tapabocas, pantalón y mangas largas a pesar del calor y nos explicó que nadie quería tener la piel tostada para no parecer campesino. 

Cuando yo era joven, el camino casi obligado para un adolescente de clase media era la universidad, la UTU tenía una carga de “peor es nada”.

Con más o menos prestigio, lo cierto es que la división entre trabajo manual y trabajo intelectual está presente en nuestras vidas, aunque las manos y el cerebro fueron adquiriendo juntas sus habilidades a lo largo de los seis millones de años de evolución desde nuestro antepasado común con los chimpancés. Por algo, muchos jubilados de trabajos de escritorio buscan actividades manuales para compensar sus años de quietud. Cada persona es un todo, no puede hacer sin pensar ni pensar sin hacer, aunque su posición social lo empuje al desequilibrio. Cada uno busca en su vida privada compensar lo que le falta. El empleado de oficina se dedica a la jardinería o a la cocina en sus ratos libres; el cirujano lee, pinta o toca un instrumento musical, etc. Si seguimos la analogía podríamos continuar diciendo “el obrero de la construcción estudia filosofía los fines de semana”. Sin embargo, sabemos que es poco probable que una persona que no se acostumbró desde su niñez a la lectura y al ejercicio intelectual, lo practique de adulto. Es más fácil que alguien aprenda cerámica, jardinería o a tocar un instrumento de adulto, aunque a algunas aficiones le viene bien una ayuda de la genética.  

La sociedad actual nos ofrece logros maravillosos pero el paquete también viene con otras facetas muy preocupantes. Estas paradojas que vemos todos los días en la vida social ponen en cuestión un sistema social que parecería manifestar sus contradicciones. Sin embargo, hace muchas décadas que muchos pensadores dicen que el sistema capitalista ya llegó a su hora más crítica y que ha llegado el momento de cambiarlo por otro. Basta imaginarse a los pensadores contemporáneos de la Segunda Guerra Mundial, Walter Benjamin, por ejemplo, que proclama un trabajo inspirado en el juego de los niños “Hacer del juego el canon de un trabajo que ya no es explotado es uno de los grandes méritos de Fourier. Un trabajo cuya alma es el juego ya no está orientado hacia la producción de valores sino hacia una naturaleza perfeccionada. A ese precio, asistiremos al nacimiento de un mundo nuevo donde la acción será hermana del sueño.” (Lowy, M., 2002, Walter Benjamin: aviso de incendio, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires). Resulta difícil de imaginar un retroceso del mundo tecnológico y una vuelta a la vida en armonía con la naturaleza, aunque algunos sueñen con ello. El actual desarrollo de las fuerzas productivas permite, sí, que la humanidad se mantenga con muchas menos horas de trabajo de las habituales, lo que dejaría mucho tiempo y espacio para la actividad lúdica. Esto se revela claramente en el desfasaje entre la oferta y la demanda de trabajo. Sin embargo, lo que ocurre no es que todos trabajamos menos, sino que algunos trabajan mucho, otros viven bien sin trabajar y otros -muchos- no pueden acceder siquiera a un trabajo. Estos últimos entran en una espiral de exclusión que multiplica el problema generación a generación y los efectos sociales pueden ser terribles y ya se están viendo.

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