Cuotas de género y paridades
¿Se está poniendo la carreta delante de los bueyes? Los partidarios del establecimiento de una cuota de género para los órganos de gobierno y para las listas electorales sostienen que el sistema político dificulta la entrada a las mujeres en su espacio y que es necesario forzarlo a abrir esa puerta. Los detractores dicen que no es así y que las mujeres deben acceder por sus propios méritos y no con la muleta de la cuota. Ambos tienen razón. La política, como muchas otras profesiones y espacios de poder, han sido acaparadas por personas de sexo masculino. No se puede negar que esto ha ido cambiando en las últimas décadas, quizás más lentamente de lo que se quisiera. Una de las causas más evidentes de la dificultad de acceso de las mujeres a estos espacios es el ejercicio absorbente de la maternidad y su mayor dedicación, con respecto a los hombres, a las tareas de cuidado familiar, tanto de niños pequeños como de enfermos y personas dependientes. Es indiscutible que las tareas domésticas han sido responsabilidad casi exclusiva de las mujeres.
Desde hace unas décadas esto no es tan así, aunque sigue siéndolo en muchos entornos. Muchos integrantes de mi generación (hombres y mujeres) nos rebelamos contra ese paradigma y procuramos compartir la responsabilidad doméstica en nuestra vida privada. Simultáneamente, las mujeres han ido ocupando mayores espacios en la vida laboral, artística, deportiva y científica; antes limitados a los hombres. El feminismo dice, y tiene razón, que en muchísimos casos, las mujeres han ingresado al mundo laboral manteniendo la responsabilidad principal sobre el doméstico, lo que las ha convertido en trabajadoras de jornadas más extenuantes que las de sus pares hombres. También ocurre que, en una pareja, a la hora de decidir quién trabajará más afuera (remuneradamente) y quién se ocupará del cuidado doméstico, la balanza se inclina frecuentemente hacia el paradigma de hombre proveedor y mujer cuidadora: embarazos, lactancia y costumbres culturales empujan hacia allí. En otros casos, la situación es de hecho, cuando la pareja se rompe (o nunca existió) y la mujer asume, sin otra alternativa, el cuidado de los hijos. No hace falta aclarar que estas constataciones ofrecen muchas variantes dependiendo del entorno económico y cultural de las personas en cuestión.
También hay que considerar los cambios culturales y demográficos de las últimas décadas: la reducción en el número de hijos por mujer, cuando no, la renuncia a la maternidad y el retardo de la edad de la primera gestación. Estos cambios deberían facilitar, hipotéticamente, la mayor participación femenina en la vida política, gremial, artística, deportiva o académica.
Volviendo al mundo de la política, se trata de una actividad a la que se accede (antes de convertirse en políticos profesionales) mediante mucha dedicación en tiempo “extra”, fuera de la actividad remunerada y de las tareas hogareñas. Para mucha gente joven, sin responsabilidades familiares, esto puede resultar sencillo. Cuando aparecen las jornadas laborales a tiempo completo y los hijos a quienes cuidar, la cosa se complica, tanto para hombres como para mujeres. Lo cierto es que para los primeros puede resultar más fácil, de acuerdo a los patrones culturales tradicionales, eludir las tareas hogareñas y ocupar ese tiempo “extra” en la militancia. No todos están dispuestos a esto. No es solo una cuestión de tiempo, la militancia tiene sus sinsabores, hay quien la califica de “picadora de carne”. Militantes hombres y mujeres lo sufren, muchos sobreviven en ese entorno, prosperan y se mueven como peces en el agua.
No voy a discutir aquí si este entorno que algunos encuentran hostil lo es más para las mujeres que para los hombres. Quizás sí. A donde quiero apuntar es al asunto del tiempo y a la posibilidad de disponer de “tiempo extra”. Las jornadas laborales de la mayoría de los trabajadores son extensas y si hay una familia que cuidar, ese tiempo extra se reduce. Si el hombre se desentiende de las tareas domésticas, allá va con su militancia. Para una mujer no es tan fácil ese desprendimiento. Los valores culturales de cada persona entran en juego para esta opción. ¿Qué ocurre si ponemos el foco en la dimensión de ese tiempo extra?
Es sabido que, a medida que la tecnología “avanza”, el trabajo humano se hace menos necesario. Lamentablemente, el reparto de esas horas-persona no es para nada equitativo. Muchos y muchas siguen trabajando largas jornadas, a veces multiempleados, y otros desesperan por conseguir un empleo o padecen la informalidad y los magros e inestables ingresos.
Difícilmente el establecimiento de cuotas de género pueda modificar esta realidad. Hombres y mujeres empleados en jornadas completas y con responsabilidades familiares asumidas seguirán quedando fuera de la militancia. El cambio cultural sobre los roles de género podrá, como ya lo ha hecho en muchos casos, empujar a familias en las que el cuidado sea compartido.
En teoría, el “progreso” y el desarrollo tecnológico deberían permitir que las personas dedicaran menos tiempo a obligaciones laborales y más a actividades no remuneradas (militancia política, social, gremial, religiosa; educación permanente; expresión artística; deportes).
Mucho más efectivo para fomentar la participación política sería poner el foco en las jornadas laborales. Hace más de cien años, se luchaba por jornadas de ocho horas, ¿no se debería ahora promover un reparto más equitativo del tiempo libre y jornadas laborales más cortas? Sé que no es sencillo de resolver desde el punto de vista económico, pero no veo otra alternativa para una sociedad más igualitaria y menos violenta.
Comentarios
Publicar un comentario