Brueghel en Viena

El viernes 4 de noviembre es nuestro primer día completo en Viena. También es el primer día de lluvia en este viaje. Hace un mes que salimos de casa, recorrimos cinco ciudades de España, dos de Alemania y una de República Checa y nunca caminamos bajo lluvia. Tampoco nos cruzamos con el viento, ese compañero y enemigo tan cotidiano en nuestra querida Montevideo. En España nos persiguió un calor sobrante del verano y resistente al otoño, en Berlín y Nuremberg un otoño colorido y agradablemente fresco, en Praga sentimos algo de frío y ahora Viena lluviosa. Día ideal para meterse en un museo, esa especie de templo que suplanta el mundo de tranvías, bicicletas, automóviles y peatones por un espacio organizado y laberíntico, donde las personas circulan casi silenciosamente mientras el parqué del piso cruje imitando el sonido de la lluvia de afuera; ese afuera que presta su luz por las inmensas claraboyas y que apenas se deja ver por las ventanas laterales oscurecidas por una textura que hace pensar que es de noche aunque sea mediodía.  Después de ver mucho retrato de infantas y reyes, tanto volado y puntilla pintado con un detallismo y una perfección que deslumbra; tanto Cristo bajado de la cruz, tanta cabeza cortada de Holofernes o Juan el Bautista; llegamos a la sala de Brueghel. No sé explicar la diferencia, pero el mundo se ve de otra manera en esas figuras caricaturescas de niños que juegan en la aldea, de personas que trajinan sobre el lago congelado o que festejan rústicamente comiendo y escuchando al gaitero. Los motivos bíblicos son hábiles trucos para mostrar su propia historia reciente: los soldados que matan a los niños inocentes vestidos como soldados españoles; la torre de Babel que esconde relatos distractivos como en una novela o detalles técnicos de construcción y alusiones históricas que el que pueda entender que entienda. O ese pequeño Suicidio de Saúl, protegido por un cubo de vidrio. Miles o cientos de lanzas amontonadas en un desfiladero y, en un rincón, sobre una peña, el tema principal: el jefe que se suicida por no soportar la derrota. Todo eso en menos de un quinto de metro cuadrado.  Cuando parece que no queda nada por ver, aparece todo un piso lleno de esculturas griegas, romanas, asirias y un espacio inmenso de arqueología egipcia transportado al centro de Europa: sarcófagos, columnas, momias, papiros, joyas, estelas. La globalización arqueológica permite a algunos acceder a estos testimonios de culturas antiguas en sitios distantes de su origen. Lástima que el camino sea siempre desde la periferia hacia el centro europeo, ¿conquista, colonización o saqueo arqueológico? Aunque hasta en el periférico Montevideo es posible ver piezas llegadas de lejos. También es cierto que cuando vi los restos inmensos encerrados en el museo de Pérgamo en Berlín suspiré de alivio de que todo eso se librara de la demolición de Siria o de Bagdad. Paradojas de la historia y de la cultura.

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